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Editorial: CUADERNOS DEL VIGIA
Lengua: Español
Encuadernación: Tapa blanda
ISBN: 978-84-95430-63-2
Año edicón: 2017

Sinopsis

"Historias breves, intensas, portentosas, escritas con la maestría de un artesano minucioso, y que traen un lejano regusto de leyenda, de fábula moral y atribulada. Todo narrado con un estilo preciso y elegante, nunca exento de humor y deslumbrante como el filo de un estilete sobre el que se reflejara, cegador y acerado, a modo de un espejo desazogado, el sol".

Jesús Marchamalo

EL BUEN SAMARITANO O EL VASALLAJE

El niño encontró el cuerpo echado en un espino. Venía del pueblo e iba por aquellas lomas agrestes buscando espárragos. Se sorprendió sin alarmarse. El cuerpo transmitía una pacífica resignación. Tenía la cara vuelta contra el matorral y era evidente que no podía moverse. El niño se inclinó, agarró una piedra y la lanzó al bulto. Impactó en la carne blanda y se oyó apenas un lamento, una especie de brisa fugaz y dolorosa. Todavía no está muerto, pensó.

Jesús Marchamalo

Se acercó cinco pasos. De la maraña negra del pelo salían riachuelos de sangre seca. Le habló:

-Eh, tú, ¿me oyes?

El cuerpo permaneció inmóvil y silencioso. El chaval dobló las rodillas y se situó a su misma altura, fue entonces cuando descubrió la herida mortal. Tenía la barriga abierta. En algún momento las manos del hombre habían intentado taponar aquel horrendo hueco, pero allí se habían quedado, fracasadas, inútiles, y parecían enlazarse ahora en un abrazo de despedida.

Le entraron unas súbitas ganas de tocarlo, de posar su mano pequeña sobre aquel cuerpo en transición. Por las albarcas rotas asomaban unos pies sucios y curtidos. Eran pies de campesino, de eso no había duda. Se los movió a uno y otro lado pero el cuerpo no reaccionó. Quizá ya ha cruzado el umbral, pensó, quizá ya se ha ido al otro lado, donde la abuela.

La posibilidad de que hubiera muerto definitivamente rebajó su excitación. Sin vida, aquel cuerpo podía ser ahora cualquier cosa, un jabalí abatido, un gato destripado, una paloma... Decidió entonces mirarle el rostro. El niño había estado ya en bastantes velatorios y en todos ellos el muerto tenía los ojos cerrados. Le animó la posibilidad de que este, por la inmediatez, todavía los tuviera abiertos. Alargó el brazo hasta la barbilla. Le giró la cabeza de un golpe y en ese mismo instante, la mano de moribundo abandonó la herida para atrapar al niño por un brazo.

El grito de terror sonó como un disparo. Seco, breve. El niño luchó por liberarse pero el moribundo, en un arranque inesperado de vigor, lo atrajo hacia sí y pegó su cara ensangrentada a la del chaval.

-Baja al pueblo... –Le susurró. Las palabras iban enlazadas en un finísimo hilo que amenazaba con romperse–... baja al pueblo y dile a la Guardia Civil que ha sido don Anselmo... los hombres de don Anselmo.

Apenas confió su secreto liberó el brazo del chaval y se dejó caer de nuevo contra el espino. El niño cogió la tripa que llevaba llena de agua y se la puso en los labios al moribundo. Advirtió en sus ojos un delicado agradecimiento.

-¿Duele? –quiso saber.

-Corre, hostias –contestó el hombre–, haz que venga un médico.

-Y el niño echó a correr ladera abajo como quien huye de un aparecido. El pueblo no quedaba lejos y él tenía unas piernas veloces. No se lo había dicho al moribundo pero él sabía quien era. Era Pedro el forastero. Así lo llamaban, el forastero, como si hubiera llegado de la otra parte del mundo, aunque en realidad venía de un pueblo que había más allá de la llanura. A pesar de la sangre y la hinchazón el niño lo supo apenas le vio la cara. Pedro el forastero, que según decían todos (también el padre del niño), había llegado al pueblo para enfrentar a los unos con los otros. Para malmeter. Les hablaba a los hombres que venían del campo. Insultaba a don Anselmo. Decía que no era el amo. Que no había amos.

El niño lo había visto en alguno de aquellos pregones. Parecía loco. Los ojos encendidos y la espuma al borde de los labios.

Las primeras blancuras del pueblo ya se anunciaban cercanas. El niño estuvo tentado de ir primero a su casa y preguntarle al padre, pero la cosa urgía, y seguramente el padre andaría en los olivos, con lo que mejor no perder tiempo. Al llegar a la plaza arqueó el cuerpo y esperó unos segundos a que el aire le entrara sin atropellos. Quería transmitir el mensaje con frialdad, como el hombre que ya empezaba a ser. Miró de reojo el cuartel de la Guardia Civil, la bandera añosa en el balcón. Giró sobre sus talones y se encaminó a la casa que había al otro lado de la plaza. Una vez dentro le explicó a don Anselmo.

-Tienen ustedes que ir a rematarlo. El forastero habla todavía.

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©Alejandro Pedregosa 2014
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